Ella medía la calidad de las personas con la vara de la higiene.
Por Enriqueta Barrio (*)
Para ella la limpieza era prioridad.
Coca, así le decíamos desde siempre, medía incluso la calidad de las personas con esa vara: la vara de la higiene, la que se olfatea al entrar a una casa, la que se pispea abajo de los muebles, la que no tolera una conversación cuando hay una mancha de por medio. Una mujer era buena o mala según su afán aséptico.
Sus labores domésticas eran súper profesionales. Nada de que te limpio esto porque está sucio, eso jamás. Se limpia de manera metódica, precisa, redundante, ordenada. Se limpia para que esté más limpio. Una mujer que se precie, se levanta a la misma hora, antes que el resto de la familia y comienza una serie de intensos quehaceres, que van a hacer de ella una mujer válida o no.
Así la criaron, así era su madre, así es la vida.
Disfrutraba esa limpieza, la excitaba, la reconcentraba. Reconocía cada superficie, cada olor, cada rincón de la casa al dedillo. Era su territorio, podía incluso advertir acciones y permanencias del resto de la familia, solo con su agudísimo ojo inspector. Un pelo acá, una media allá… indicios.
Jorgito era ahora el único que había quedado con ella, ya estaba en la tercera edad, y era viuda hacía rato.
La falta de contacto humano afectuoso (por no decir que no garchaba hacía siglos, que queda mal), la había endurecido y su carácter tomó las particularidades del amoníaco: agresivo, intenso, corrosivo y letal.
Mantenía sus rituales de limpieza como cuando eran una familia numerosa, y el pobre Jorgito saltaba de los patines en el piso a no olvidarse de poner la funda de plástico símil puntilla en el bidet.
Él ya había aceptado su soltería y la idea de no pagar alquiler y tener quien le cocine,
justificaba esos sacrificios a los que, por otro lado, se había acostumbrado.
Coca le comía la cabeza de manera atroz. Toda su vocación de picaseso, que durante años repartió entre todos los miembros de la familia, hoy caían sobre su hijo único.
Él se había acostumbrado a no escucharla, y podía comer mirando la tele, asintiendo cada tanto al discurso agotador de su madre, generalmente acerca de alguna vecina y su mugre.
Solo la interrumpía para pedirle un poco de ensalada, a pesar de tenerla a centímetros. Luego se estiraba, se sacudía las migas de encima y se levantaba murmurando algo así como “En un rato vuelvo…”
Coca quedaba con la anécdota a la mitad y, también entre dientes, decía “La otra mitad te la cuento mañana…”
Jorgito se iba al privado de La Perla, donde pasaba unas siestongas de lo más placenteras, sobre unas sábanas que de haberlas visto la pobre Coca, se hubiera puesto a llorar.
Tanto esfuerzo para criar un hijo, mirá en que termina. Ni hablar de Sheila, la portorriqueña de la que se había Jorgito enamorado, con su pelo lleno de trencitas y sus uñas kilométricas, que vio en él a un buen pibe y la más segura forma de salir del barro.
Años se mantuvo esta rutina, y aunque Coca percibía claramente que su hijo “andaba en algo” (sobre todo al ver como disminuía el sueldo que él dejaba religiosamente en un cajón), se hacía la que no y aquí no ha pasado nada.
Seguía frotando con los guantes de goma anaranjados, las juntas de los azulejos del baño. Rasqueteando el piso de madera de su pieza. Poniendo bicarbonato en las ollas ni bien se oscurecían.
Sacaba al sol el colchón de dos plazas y lo golpeaba furiosamente con una paleta de madera. Imaginaba pequeños ácaros caer fulminados y disfrutaba de la masacre.
Mirá si Coca hubiera sabido que días después, ese colchón se llenaría de aire caribeño y nunca más iba a ser azotado. Que sus cacerolas se iban a ennegrecer completamente friendo banana. Que la funda de puntillas del bidet iba a volar al más allá para nunca más volver.
Le hubiera dado un infarto de la bronca a la pobre Coca. Otro.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com